Escribiendo el otro día sobre recuerdos de la infancia, no
pude evitar recordar también la que fuera por aquella época mi película
favorita: Matilda. Altamente recomendable para todo pequeño y gran niño que no
la haya visto todavía, esta película nos muestra el momento en que Matilda, una
jovencita de tan sólo seis años, descubre que posee poderes telequinéticos. Tras
haber vivido en el seno de una familia que no la respeta ni comprende y haber
asistido a un colegio regido por una malvada directora, Matilda utilizará sus
poderes para vengarse de aquellos que más daño le han hecho. Incontables son ya
los momentos en que he soñado tener las habilidades y el ingenio de Matilda, y
por consiguiente no podía faltar aquí una mención a la misma.
Aunque he de reconocer que parece cogida con pinzas en un
blog sobre el azúcar, procederé a intentar demostrar a continuación la relación
que pueden tener los dulces con casi cualquier cosa. Hace poco elaboramos a
modo de trabajo académico un análisis de la arquitectura y los decorados en una
producción cinematográfica. ¿Por qué no analizar pues también los momentos más
golosos de algunas de las películas más dulces de la historia del cine?
Y es que, si nos paramos a pensarlo, son muchas las escenas
que requieren de dulces y pasteles en esta película; contentos estarían los
estómagos del reparto y el equipo. Pero existe una que costará de borrar sin
duda de la memoria de todo aquel que la haya visto. Me estoy refiriendo al momento
en que Bruce Bogtrotter, uno de los compañeros del cole de Matilda, es
castigado por haber comido un pedazo de pastel que no le pertenecía. El pobre es
obligado a ingerir un enorme -¡colosal!- pastel de chocolate al completo, que
incluso a mí me hubiera costado esfuerzo comer de una sentada. Es una escena,
dulce sí, pero quizás también un poco angustiosa.
No lo es tanto el momento en el que Matilda descubre el
control que posee sobre sus poderes. Sentada frente a un tazón de desayuno
vacío y sin mover siquiera las manos de debajo de la mesa, es capaz de servirse
los cereales, mover el brik de leche y hacer levitar la cuchara cargada hasta
su boca. ¡Con tantas facilidades para comer a alguno nos iba a costar después
levantarnos de la mesa!
Y es que Matilda es, además de inteligente y encantadora,
también muy golosa, como bien lo demuestra su cara frente a esta deliciosa tartaleta.
Un postre que ha llegado ni más ni menos que volando hasta su plato a
consecuencia de un desternillante accidente que sufren sus padres en medio de
un abarrotado restaurante. No nos podemos ni imaginar lo que disfrutarían y se
reirían rodando esta escena. Si queréis haceros una idea y descubrir más sobre
los efectos especiales de Matilda, haced click en el siguiente enlace.
¿No os parecen apetitosos estos bombones? Son los que la
señorita Trunchbull, la malvada directora, guarda recelosa en su casa y que
prohíbe comer a los niños. En la película podemos ver y escuchar como ella
misma los saborea ruidosa y repulsivamente en la soledad de su gran mansión.
Con la nocturna incursión de Matilda en dicha mansión y el uso no poco
ingenioso de sus poderes, la joven conseguirá devolver por lo menos un par de
ellos a su verdadera dueña.
La señorita Honey, como bien indica su nombre, no es más que
una muestra de dulzura personificada y la responsable de hacer algo más
esperanzadora esta historia. Y es que la dulzura y la esperanza son
indispensables en películas infantiles como ésta, pero también en comedias,
romances e incluso dramas o musicales. Las escenas con dulces, golosinas y
pasteles son pues, además de muy comunes, necesarias e imprescindibles. Espero pues poder demostrarlo en alguna que otra entrada más
sobre producciones cinematográficas tan entrañables como ésta.