Entró en casa con la emoción contenida de aquel que prepara
una sorpresa. Se descalzó y dejó sus zapatos en la entrada para no hacer crujir
el suelo de tarima y depositó las llaves sobre una pila de revistas para
amortiguar su tintineo. Avanzó de puntillas hasta la cocina asegurándose de no vislumbrar
ninguna silueta en la oscuridad de su salón. Como había esperado, allí no había
nadie. Ella estaría durmiendo. Era demasiado tarde para no encontrarla en casa,
y demasiado pronto para que estuviera despierta; no acostumbraba a madrugar los
sábados, y menos un día como aquél. Casi podía escuchar su respiración contra
la almohada a través de la puerta entreabierta del dormitorio. Sí, ella estaba
allí tumbada. Acurrucada probablemente con las rodillas dentro del jersey del
pijama. Siempre le había enternecido su forma de hacerse un ovillo. Quizás,
fantaseó, se hubiera acostado en su lado de la cama para notar su presencia aun
creyéndolo tan lejos.
Depositó la bolsa en la mesa de la cocina y extrajo el
pequeño paquete. Poco a poco y en absoluto silencio desenvolvió la tartaleta de
manzana que había comprado en la cafetería del aeropuerto. La sostuvo entre sus
manos, aún estaba caliente, y se permitió aspirar su acaramelado aroma. Aquel
olor le recordaba a ella. A aquellas mañanas en el colegio mayor en las que
ambos se miraban cómplices, mientras degustaban el desayuno cada uno en una
punta de la mesa.
Del bolsillo de su camisa sacó una vela. Era un milagro que
permaneciese todavía entera después de tantas horas de vuelo. La hincó en medio
de la tartaleta y avanzó hacia la habitación. La puerta chirrió al ser empujada
sin llegar afortunadamente a despertarla. A punto estaba ya de sentarse junto a
ella en la cama cuando cayó en la cuenta de que debería haber encendido la
vela. Miró a su alrededor y creyó encontrar un encendedor en la mesita junto a
la cama. El parpadeo de la vela al encenderse iluminó tenuemente la habitación
y pudo ver su pelo enmarañado cubriéndole parcialmente la cara. Respiraba
profundamente y parecía esbozar con su cara una sonrisa mientras dormía. Se
veía feliz. Tanto que por un momento casi prefirió esperar al desayuno y
dejarla dormir hasta entonces. Pero estaba excitado, y también exhausto; no
creía poder aguantar despierto hasta el amanecer. Además, ella estaría
encantada de volver a verlo después de tanto tiempo. Iba a ser una sorpresa de las que no se olvidan.
Así pues, se dejó caer sobre el colchón detrás de ella,
lentamente para evitar asustarla, pero con el firme propósito de despertarla.
Pasaron unos segundos hasta que advirtió su presencia. Sintió que abría los
ojos a pesar de tenerla de espaldas. Él tosió, y su carraspeo sirvió de señal a
ella para darse la vuelta. De pronto se halló, aún somnolienta, frente a una
brillante luz que parecía emitir un pequeño pastel de manzana. Conocía al
hombre que lo sostenía entre sus manos y una gran sonrisa inundó su rostro. Él
también sonreía, debatiéndose quizás entre permanecer callado o romper el
silencio de la noche con un “te quiero” o un “felicidades”.
Una lágrima rodó por la mejilla de ella y cayó sobre la
almohada. Nunca habían necesitado palabras para hacerse saber lo que sentían. Y
fue precisamente por eso por lo que él pudo notar una mueca amarga en la
expresión de su pareja. Aquella lágrima, que en un primer momento se le antojó
de pura felicidad, parecía ahora tener otro significado.
El silencio de la noche lo rompió la cisterna al vaciarse,
al otro lado de la puerta del baño. Se percató de que aún apretaba el mechero
con su mano y se volvió hacia la mesita donde lo había encontrado. De un
paquete de tabaco asomaban varios cigarrillos. Retorcidos en el cenicero otros dos humeaban todavía. Sin mediar siquiera palabra,
hombre y mujer se miraron, ahora ya con los ojos inundados, ambos, en lágrimas.