26 abr 2014

A NADIE LE AMARGA UN DULCE

          Entró en casa con la emoción contenida de aquel que prepara una sorpresa. Se descalzó y dejó sus zapatos en la entrada para no hacer crujir el suelo de tarima y depositó las llaves sobre una pila de revistas para amortiguar su tintineo. Avanzó de puntillas hasta la cocina asegurándose de no vislumbrar ninguna silueta en la oscuridad de su salón. Como había esperado, allí no había nadie. Ella estaría durmiendo. Era demasiado tarde para no encontrarla en casa, y demasiado pronto para que estuviera despierta; no acostumbraba a madrugar los sábados, y menos un día como aquél. Casi podía escuchar su respiración contra la almohada a través de la puerta entreabierta del dormitorio. Sí, ella estaba allí tumbada. Acurrucada probablemente con las rodillas dentro del jersey del pijama. Siempre le había enternecido su forma de hacerse un ovillo. Quizás, fantaseó, se hubiera acostado en su lado de la cama para notar su presencia aun creyéndolo tan lejos.
          Depositó la bolsa en la mesa de la cocina y extrajo el pequeño paquete. Poco a poco y en absoluto silencio desenvolvió la tartaleta de manzana que había comprado en la cafetería del aeropuerto. La sostuvo entre sus manos, aún estaba caliente, y se permitió aspirar su acaramelado aroma. Aquel olor le recordaba a ella. A aquellas mañanas en el colegio mayor en las que ambos se miraban cómplices, mientras degustaban el desayuno cada uno en una punta de la mesa.
          Del bolsillo de su camisa sacó una vela. Era un milagro que permaneciese todavía entera después de tantas horas de vuelo. La hincó en medio de la tartaleta y avanzó hacia la habitación. La puerta chirrió al ser empujada sin llegar afortunadamente a despertarla. A punto estaba ya de sentarse junto a ella en la cama cuando cayó en la cuenta de que debería haber encendido la vela. Miró a su alrededor y creyó encontrar un encendedor en la mesita junto a la cama. El parpadeo de la vela al encenderse iluminó tenuemente la habitación y pudo ver su pelo enmarañado cubriéndole parcialmente la cara. Respiraba profundamente y parecía esbozar con su cara una sonrisa mientras dormía. Se veía feliz. Tanto que por un momento casi prefirió esperar al desayuno y dejarla dormir hasta entonces. Pero estaba excitado, y también exhausto; no creía poder aguantar despierto hasta el amanecer. Además, ella estaría encantada de volver a verlo después de tanto tiempo. Iba a ser una sorpresa de las que no se olvidan.
          Así pues, se dejó caer sobre el colchón detrás de ella, lentamente para evitar asustarla, pero con el firme propósito de despertarla. Pasaron unos segundos hasta que advirtió su presencia. Sintió que abría los ojos a pesar de tenerla de espaldas. Él tosió, y su carraspeo sirvió de señal a ella para darse la vuelta. De pronto se halló, aún somnolienta, frente a una brillante luz que parecía emitir un pequeño pastel de manzana. Conocía al hombre que lo sostenía entre sus manos y una gran sonrisa inundó su rostro. Él también sonreía, debatiéndose quizás entre permanecer callado o romper el silencio de la noche con un “te quiero” o un “felicidades”.
          Una lágrima rodó por la mejilla de ella y cayó sobre la almohada. Nunca habían necesitado palabras para hacerse saber lo que sentían. Y fue precisamente por eso por lo que él pudo notar una mueca amarga en la expresión de su pareja. Aquella lágrima, que en un primer momento se le antojó de pura felicidad, parecía ahora tener otro significado.

          El silencio de la noche lo rompió la cisterna al vaciarse, al otro lado de la puerta del baño. Se percató de que aún apretaba el mechero con su mano y se volvió hacia la mesita donde lo había encontrado. De un paquete de tabaco asomaban varios cigarrillos. Retorcidos en el cenicero otros dos humeaban todavía. Sin mediar siquiera palabra, hombre y mujer se miraron, ahora ya con los ojos inundados, ambos, en lágrimas.