Es increíble el poder que tienen
las pequeñas cosas. Una mirada, una sonrisa. Un beso.
A Matías le bastaba con escuchar
su voz aterciopelada cada mañana para sobrevivir un día más. Por eso, se
apresuraba en su hora del almuerzo; corría y sudaba tres manzanas hasta llegar
al bar de Eva. Se miraba de reojo en algún escaparate sin poder parar a
peinarse, aun sabiendo que su aspecto dejaba mucho que desear. Se sentaba en el
taburete que estuviera más cerca de ella y se limitaba a esperar el breve
contacto e insignificante diálogo del cliente habitual.
- Corto y con azúcar, por favor.
Ella solía responderle con un guiño y su corazón, henchido de felicidad, palpitaba con armoniosa taquicardia.
Hoy la encontró, sin embargo, algo inquieta. Su mirada iba
y venía de la barra a la puerta del local, sin apenas poder concentrarse en los
cafés y desayunos. Y pronto supo por qué.
Atravesó el umbral un joven uniformado. Alto, rubio y de
ojos azules. Casi habría asegurado que no era español. Pero llamó la atención
de Eva con un tierno saludo, que a ella le bastó para ponerse, si cabe, más
nerviosa. Se abalanzó sobre él para abrazarle.
Es increíble el poder de las pequeñas cosas: una mirada
esquiva, una sonrisa de espaldas, un beso en boca ajena.
¡Qué idiota había sido! ¿Cómo pudo haberse atrevido
siquiera a soñar con ella? Él no era ni mucho menos digno de su amor ni de su
tiempo. Miró a la pareja aún sumida en un silencioso abrazo y su dulzura le
enterneció. Advirtió que su amor era más que evidente, y que juntos formaban
una unión estética y poéticamente ideal ¡casi mística!
Se alegró por ella. Por los dos. Y sonrió al tiempo que
contenía una lágrima naciente.