Siempre me han gustado las mañanas de domingo. Sobre todo
las de invierno. Me llena de placer el momento del desayuno. Tranquilo, sin
prisas. Sin ni siquiera prestar atención al tic-tac del reloj. El único momento
de la semana en que la familia se reúne en torno a la mesa de la cocina a
meditar sobre lo vivido y a compartir las experiencias personales de los
últimos siete días. En mi familia, apenas nos conoceríamos los unos a los otros,
si no fuera por el desayuno del domingo.
Me despierta los domingos el embriagador aroma del chocolate
fundiéndose a fuego lento en la cocina, perfecto sustituto de la estimulante cafeína de entresemana. Mi
madre sirve el chocolate caliente en el preciso momento en que escucha a mi
padre volver con el cucurucho de churros en la mano. Entre bocado y bocado
aprovechamos para comentar los titulares, interesarnos por los quehaceres de
cada uno o discutir sobre las decisiones políticas de turno, sin llegarnos nunca a
enemistar a pesar de la diversidad de opiniones. Los domingos firmamos la
tregua; los domingos son neutrales. Pero siempre hay algo de que hablar
mientras dura el chocolate, raros son los momentos de silencio. Me fascina
incluso el tintineo de las cucharillas, el crujir de las hojas del periódico,
las gotas de lluvia chocando contra la ventana y hasta el ronroneo del gato
queriendo compartir el suculento desayuno.
Sin embargo, algo está cambiando desde hace unas semanas. Me
despierta ahora el resonar de las voces de mis padres en la habitación
contigua. El chocolate ha dejado de ser puntual, y para cuando llegan los
churros suele estar ya frío. Discuten en el dormitorio y reina el silencio
durante el desayuno. Algunos son ya los domingos en que ni siquiera nos
esperamos los unos a los otros; desayunamos por turnos. Por lo que a mí
respecta, temo interesarme por lo que está aquí sucediendo.
Pero hoy algo marcha especialmente mal. No es solamente el
silencio lo que me desconcierta. Ninguno de nosotros ha osado levantar la
mirada de la taza. Escrutamos el chocolate en busca de anomalías y bebemos a
sorbitos pequeños. Uno finge interesarse por lo que lee en el periódico
mientras la otra mueve insistentemente la cucharilla dentro de la taza. Rompe
mi madre el incómodo silencio al empujar la silla para tratar de levantarse.
Parece que ha advertido que algo falta en este desayuno. Se da la vuelta y abre
la alacena. Saca un paquete de galletas y lo rasga con desgana.
- Hoy tu padre no ha querido ir a por churros – dice vertiendo
algunas galletas en un plato y colocando éste en el centro de la mesa.
Como movido por un resorte, mi padre se levanta en cuanto
ella toma de nuevo asiento. Cierra el periódico y apoya ambas manos
sobre la mesa. Adopta de pie la postura de quien pretende hacer confidencial
una conversación, aun sabiendo que no hay nadie más en la casa.
- Me marcho unos días a casa de la abuela. Ya sabes que
tu abuelo está enfermo y tu madre y yo hemos decidido que pasaré un tiempo con
ellos hasta que mejore.
Mide las palabras porque no quiere romper la placidez de los
domingos, pero me mira fijamente para ver si lo he entendido. Yo miro a mi
madre, pero ella sigue con su vista clavada en el chocolate que remueve sin cesar.
Ya está frío, y lo cierto es que hoy está demasiado líquido para que apetezca
mojar en él los churros.