Igor siempre quería más postre. Su madre le rellenaba la
copa de helado cuantas veces lo pidiera. Y su padre le cortaba más melón cuando
se quedaba con hambre. No era especialmente goloso, pero se había convertido ya
en tradición, que sus padres cumplían de muy buena gana. Cada uno elegía su postre
y lo llevaba hasta la mesa, donde juntos lo saboreaban despacio. Todos menos
Igor, que se afanaba en engullirlo rápidamente. Sin embargo, antes de que
pudiera ver el fondo del vaso de yogurt o se le acabaran las cerezas del plato,
uno de sus padres ya se había levantado para traerle más. Les hacía especial
ilusión verlo devorar de aquella manera. Y él lo sabía. Todos lo pasaban bien
con aquella absurda costumbre, y por eso la mantenían a diario.
Hasta el 31 de octubre del pasado año.
Sus amigos habían elegido su disfraz mucho antes que él, así
que no tuvo demasiado tiempo para prepararlo. Se le ocurrió en el último
momento aprovechar alguna de la ropa más tétrica que su hermana había dejado en
el armario. Sólo tuvo que customizarla un poquito. Fue así como Igor bajó a
comer con sus padres enfundado en un vestido negro hecho jirones. Llevaba un
sombrero de pico alto que él mismo fabricó y se pintó pústulas y verrugas en la
cara con algo de maquillaje. Se había pintado hasta las uñas.
Mamá se escandalizó al verlo, entre asustada e incrédula.
- ¿Verdad que doy miedo?
Casi no podía responder.
- Tendrás que dejarme una escoba vieja.
Comieron sin decir palabra, lo cual no dejó de parecerle
extraño. Pero nada podía quitarle la alegría propia de aquel día. Estaba
impaciente por enseñar a sus amigos su original creación.
Acabado el segundo plato se levantaron uno tras otro para
llevarlos hasta la cocina. Su madre había abierto un bote grande de piña en
almíbar, y depositaba dos rodajas en cada uno de los tres recipientes que tenía
delante. Sobraron dos rodajas, que permanecieron en el bote aún sumergidas en
su propio jugo. Después, cada uno con su postre, volvieron a la mesa. Sin embargo, sólo Igor comió. Su padre permaneció estático
en su asiento, mirándolo fijamente y golpeteando con los dedos sobre la
mesa. Su madre, cabizbaja, parecía temer una súbita explosión.
Acabó pronto con su plato, pero ninguno se levantó en
aquella ocasión.
-
No hay más piña
Subió la mirada y vio la rabia en los ojos de su padre. No
entendía muy bien la razón de su repentino enfado, pero tampoco obtuvo
explicación alguna. Prefirió no preguntar. De todas las rodajas de piña, sólo
él había comido las dos que le correspondían. En realidad no tenía más hambre:
quería apresurarse por salir con sus amigos.
Retiró la silla e hizo ademán de levantarse.