Cuando me dijo que tenía que marcharse, no pensé que lo
haría para siempre. Me besó, y eso es un hecho. Y una señal. Algún significado tuvo que tener, lejos de un adiós. Pero no fueron sus labios tanto como su
mirada. Tierna, cómplice, ni mucho menos tan esquiva como la mirada que esconde
un misterio o una mentira. Y, sin embargo, no he vuelto a ver jamás sus ojos.
Su mirada marrón chocolate me inundó en aquella ocasión de
placer, y su beso dejó en mi boca una dulzura que difícilmente olvidaré. No
podré olvidar nunca aquel encuentro aunque se me antoje cada vez más lejano e
irreal.
A veces me parece que podría poner más empeño en mi
búsqueda. Otras, me canso de perseguir una presencia que intuyo prácticamente
inalcanzable. Casi parece que el contacto de su piel, su calor y su ternura
hubieran sido fruto de mi imaginación. Un oasis en una vida desértica sedienta
de sueños y esperanzas.
Por eso, cada noche que siento esa sed amarga, evoco su
recuerdo cerrando los ojos. Como cerrados los tenía en el momento en que por
primera y única vez nuestros labios se tocaron. ¿Cómo pude ver entonces el
chocolate en sus ojos? ¿Escuché de verdad las palabras que aún hoy siguen
resonando en mi memoria?
…
No importa, sin duda fue más real que nada de lo que haya
podido sentir nunca con los ojos abiertos.