¿Qué hay más seguro que un bosque donde todos los animales son
de peluche? Eso pensaba el ingenuo Christopher Robin cuando osaba adentrarse en
el Bosque de los Cien Acres, dispuesto a compartir felices aventuras con uno de
los personajes más tiernos de la historia de Disney. Winnie the Pooh es sin
duda también el osezno más endiabladamente obsesionado con el azúcar, en
concreto con el producido por las abejas. Pero, ¿serán las abejas capaces de
continuar con su ritmo de fabricación para satisfacer las necesidades de este
oso glotón hambriento?
Cuando el bueno de Winnie acabe con todas y cada una de las
colmenas del bosque y las abejas terminen optando con resignación por el
exilio, se agotará una de las más importantes fuentes de felicidad del osito,
así como también una de las principales razones de su afabilidad…
Sin nada que llevarse a la boca, Winnie se verá
probablemente destinado a dejarse llevar por sus impulsos más instintivos,
recurriendo a sus queridos amigos en busca de nuevos métodos para saciar su
apetito. Personalmente, no creo que una criatura de hambre tan voraz como ésta se
permita tener consideración hacia manjares aparentemente tan deliciosos, por
muy amigos que éstos sean.
Tal vez empezaría por el más pe-pe-pequeño e indefenso, que pueda ser tragado sin apenas masticar y sin pensar demasiado en el remordimiento. Sí,
Piglet sería su primera víctima, y la primera de una larga cadena de
infortunios en el hasta entonces apacible bosque. Ni tan siquiera el salvaje
tigre puede resistirse a la incluso más salvaje glotonería de Pooh, que
descubrirá en sus compañeros un menú interesante que degustar con detenimiento.
Y es que, si los dos o tres primeros crímenes fueron consecuencia inmediata de
una necesidad primordial, los restantes asesinatos serán premeditados, con
plena conciencia de ser utilizados como ingredientes para alguna sofisticada
receta: conejo al pil pil, canguro a la plancha, confit de búho a la naranja…

Así es como nuestro querido Winnie acabará por convertirse
en un desalmado asesino y chef de alta cocina. Pero también en una criatura
solitaria en un bosque desprovisto de toda vida.
No me extrañaría que fuera quizás el propio Christopher
Robin el que, ajeno a todo y desconocedor de la masacre, se compadeciera y
acogiera finalmente al osito solitario, inconsciente del monstruo en que su
otrora amigo se ha transformado.