6 mar 2015

LO QUE NO MATA, ENGORDA

          Había tocado aquellas mismas notas cientos de veces en su piano. Y le parecía que sabía hacerlo mucho mejor que el músico que ambientaba la velada. El menú, consistente en una sucesión de platos fríos e insípidos, era impropio e indigno de un crucero como aquel. Llamar vichyssoise a una crema de puerros no era más que una manera elegante de reconocer la pereza del cocinero para calentar los platos de 200 comensales. Y servir los grumos de una salsa fría sobre un bistec de ternera le resultaba ofensivo hasta para la res.
         No parecían opinar lo mismo los comensales de la mesa en la que había tenido la suerte de caer aquella noche. Frente a él, en el extremo opuesto de la mesa, y a través del empañado y tosco vidrio de las copas, podía entrever al hombre más gordo que jamás en su vida había visto. Se había cruzado con él un par de veces al salir del camarote y apenas había sido capaz de sortearle en el pasillo sin rozarse contra sus carnes; para su absoluta y completa repugnancia. Apestaba y podía sentir su hedor desde más allá del centro de flores. Había devorado el bistec como si le fuera la vida en ello, engullendo cada pedazo sin casi masticarlo y, después de que el camarero le trajera el tercer panecillo de la noche respondiendo a un vulgar chasquido de dedos, se dedicó a rebañar con él la salsa de pimienta del plato hasta dejarlo más limpio que sus propios dedos y las comisuras de su boca. Francamente asqueroso.
           Casi tanto como la mujer sentada a su lado. Ella había optado por un plato de pescado, que parecía tener incluso peor aspecto que la ternera. Debía de tener muchas espinas, porque la anciana señora no hacía más que toser y escupir las púas que iba coleccionando y exponiendo una a una en el borde de su plato. Tampoco tuvo reparos en usar los dedos con el fin de sacar alguna de las espinas que había quedado clavada en su paladar o entre sus dientes; para acto seguido colocar la mano, aún grasienta, sobre la manga de la chaqueta de su smoking en ademán de continuar con la poco interesante conversación. Lo peor es que no había callado ni para masticar. Se le acercaba para hablar a su oído de forma que no podía sino mirarla de reojo, si no quería ser espectador en platea de su fétido aliento. Creía haber sido incluso blanco de algún salivazo, que no había sido capaz aún de limpiar por temor a perder los estribos. Debía guardar los modales ¡Qué menos que uno sólo que lo hiciera en aquella mesa! ¡En todo aquel salón!
           Por supuesto, no había probado bocado. Mantenía su compostura a base de distraer su buen gusto con un caldo de dudosa cosecha pero potente al paladar. Era de lo poco en lo que había podido rivalizar con su orondo contrincante, que también bebía a grandes y sonoros tragos de una copa rebosante.
           Tuvo un momento para analizar de un rápido vistazo a todos los comensales de su mesa. Habiendo ya acabado con la salsa, el pan, la ternera y la guarnición, el saco sin fondo se fijó en uno de los platos de entrantes que había quedado fuera de su alcance y, en consecuencia, permanecía todavía lleno. Parecía que a nadie le apetecían ya los langostinos. Así que la fuente aún repleta pasó de mano en mano para acabar frente al gordo, que incluso estando al borde del empacho, salivaba como un perro. En realidad todos habían zampado y bebido como bestias. Se notaba en el color de sus mejillas y en la postura tan poco elegante que habían adoptado en sus respectivos asientos. Sin embargo, se les hizo la boca agua al ver el postre que el servicio depositó ante sus ojos. Todas, menos la boca de nuestro crítico.  “Tragad” pensó. “Engullid y engordad como si no hubiera un mañana. Pero no creáis que yo seré testigo de vuestro declive. Me marcho”
         Y, tras la primera y última cucharada al tiramisú de limón, que le pareció el postre más amargo que hubiera jamás probado, se levantó para marcharse con una ingeniosa excusa. Abandonó a tripulantes y tripulación en el gran salón; los unos dando cuenta del nauseabundo postre, mientras los otros se dedicaban aún a succionar las cabezas de gambas. “Mis felicitaciones al cocinero; no podía haber sido peor”

          Sintió la necesidad de salir a cubierta para llenar sus pulmones con el aire fresco de la purificante brisa marina. Noche cerrada hasta más allá del horizonte. Sin embargo, el mar parecía haberse embravecido de forma repentina y el oleaje mecía el barco de un lado a otro avivando su incipiente dolor de cabeza. ¿O se debía en realidad a que había bebido más de la cuenta? En cualquier caso, pensó, incluso sus escasos conocimientos en navegación hubiesen bastado para dominar mejor el buque de lo que evidentemente estaban haciéndolo. Seguramente era el propio timonel el que se había pasado con el tinto.
          Así meditaba, cuando se sorprendió a sí mismo sosteniendo aún la copa medio vacía en su mano derecha, mientras avanzaba tambaleante y sin rumbo por los pasillos exteriores de la cubierta de popa. Y por un breve instante casi se avergonzó de su propia imagen. Pero no tardó en encontrar culpables: si hubiese podido disfrutar de una cena comestible, habría tolerado bastante mejor aquella pócima que seguía balanceándose en su copa.
         Una profunda náusea le pareció señal suficiente para asomarse por la borda. Probablemente se sentiría mejor después de arrojar al mar la escasa comida que había osado ingerir. El vomitivo tiramisú estaba haciendo efecto y ya lo notaba ascender esófago arriba. Una segunda convulsión de su cuerpo coincidió con una inesperada oleada que embistió la embarcación haciéndola escorar a estribor. La copa resbaló de sus manos al mismo tiempo que el vómito salía de su boca. Estiró los brazos para salvarla de su naufragio, con tal mala suerte que su propio cuerpo se dobló sobre la barandilla, resbaló sobre las salpicaduras regurgitadas del tiramisú y se precipitó al vacío.

         Tras el shock inicial del zambullido en las gélidas aguas saladas, transcurrieron unos valiosos segundos que empleó en tomar consciencia de su repentina y ridícula circunstancia. Al parecer nadie había reparado en su percance, porque el buque siguió en movimiento dejando a uno de sus pasajeros a merced del oleaje.
        Estaba ebrio. O había perdido finalmente la cordura. Porque una estridente carcajada brotó de su interior. Y es que en el fondo de su ser sentía alivio. Se alegraba de perder de vista aquella bacanal desenfrenada de olores, ruidos y sabores que ahora se desvanecía para su propia fortuna en la lejanía. Incluso a pesar de que el precio que tuviera que pagar por ello fuera el frío, el entumecimiento y, finalmente, la muerte por ahogamiento.