Veinticinco años hacía que había contraído matrimonio, y aún
entonces seguía queriendo a su marido tanto como el primer día. Tenía planeado
desde hacía semanas la manera en que podrían celebrar tan importante
acontecimiento. Cada mañana, en el recorrido desde su casa al mercado, se
cruzaba con el majestuoso escaparate de una de las mejores confiterías de la
ciudad, abarrotado de las más suculentas tartas. De frutas, chocolate o
almendras, todas le parecían igualmente exquisitas e igualmente adecuadas para
una ocasión especial. Ocasión que jamás se había presentado hasta aquel día. ¡Cuánto
tiempo hacía ya que no probaba dulces como aquellos! Por fin había encontrado
la excusa perfecta.
Sin embargo, llegado el momento, no tuvo más remedio que dar
un repentino cambio de última hora a sus planes. Aunque había conseguido
ahorrar unas cuantas monedas recortando en su cesta de la compra, ni mucho
menos había conseguido reunir tanto como marcaban las tarjetas al pie de los
expositores. Vivían de forma desahogada, y nunca habían tenido problemas de
dinero. Pero era el hombre de la casa quien lo ingresaba y administraba,
y ella nunca habría osado molestarle con sus pequeñeces. Además, quería que
fuera una sorpresa.
Decidió pues hacerse con los ingredientes justos para
preparar ella misma la tarta. Aprovecharía así para añadir como ingrediente
estrella uno de los caprichos culinarios
predilectos de su esposo: la miel. A pesar de la escasa habilidad en la
cocina de que hacía gala, decidió al fin hacer el esfuerzo que merecían tantos
años de convivencia. Hizo una visita en primer lugar a la sección de
gastronomía de la biblioteca: no quería aventurarse sin consultar previamente
alguna sencilla receta. Escogió aquella que necesitara menos ingredientes y se
dirigió seguidamente al mercado. Afortunadamente, azúcar, huevos, harina y por
supuesto la miel cupieron en una sola bolsa; lo cual facilitaba el viaje de
vuelta, habida cuenta de su lesión en el brazo derecho. Había transcurrido casi
un mes desde la fractura y aún no había conseguido acostumbrarse al
cabestrillo. En cualquier caso, apenas ya le dolía, y no conseguía imaginar un
solo obstáculo que pudiese nublar su por entonces optimismo.
Ya de vuelta en casa, dispuso todos los ingredientes sobre la
cocina y se decidió a empezar. Le llevó más tiempo del que había imaginado. Tras
varios intentos se las había ingeniado para fijar el bol a la mesa mientras
ella batía con la zurda. Más complicado fue separar la clara de la yema con una
sola mano útil, y no había podido evitar despachurrar algún huevo entero contra
el suelo. Debía ser cuidadosa si quería cumplir fielmente con la receta. Tampoco
le resultó fácil desmoldar la tarta una vez horneada; una peligrosa grieta en
el bizcocho amenazaba con partirlo en dos, pero por suerte una base quizás
demasiado tostada terminó por frenar la catástrofe. El resultado no era
exactamente el que ella había esperado, pero ni siquiera la poco apetecible
apariencia de su pastel consiguió frustrar sus expectativas de una celebración
en pareja.
Terminaba de limpiar la cocina y recoger los restos de su
aventura, cuando escuchó los pasos de su marido atravesar la puerta. Se
apresuró a recibirle entre los jadeos de una respiración sofocante, fruto del
cansancio y los nervios cohibidos. Él le regaló un beso. Sorprendida por tan
evidente muestra de afecto, dedujo que habría tenido un buen día y que debía
estar de tan buen humor como para poder disfrutar de una velada agradable. Y con
éstas, condujo a su amante hasta la cocina, donde aguardaba paciente su regalo.
- Feliz aniversario.
Sonrió al contemplar el pastel, y la asió por la cintura
para atraerla hacia sí y de esta forma poder impresionarla con el segundo beso
de la tarde, esta vez incluso más apasionado. De esta forma, sin más saludo que
este par de besos, se encaminó al dormitorio, probablemente para vestirse algo
más confortable con que acompañar a su mujer en la merienda. Ella aguardó
pacientemente sentada frente a la tarta.
Volvió antes de lo esperado, con su mismo traje pero con
algo entre las manos. Por un momento le inundó la ilusoria felicidad de un
posible regalo. Pero parecía más bien un sobre. Y de pronto lo entendió: la
carta que su marido había querido que ella enviara por correo por la mañana
había permanecido todo el día en su mesita de noche, y era la misma que traía
ahora casi arrugada en un puño. Su expresión había cambiado. La de ambos. Él intentaba
reprimir el impulso de reprocharle su olvido. Ella empalideció sin encontrar la forma ni el
momento para pedir perdón. Desconocía el destinatario de aquella carta y
tampoco sabía de su urgencia. Esperaba, por su velada, que no lo fuera.
Recordó en ese momento lo adecuado de un té para acompañar
el dulce. Se levantó, se dio la vuelta y estiró su único brazo sano para
alcanzar un par de tazas en uno de los armarios más altos de la cocina. Cuando
se volvió, la atmósfera parecía haberse densificado y un aroma dulzón se había
apoderado del aire de la estancia. Lo despedían probablemente la miel y pedazos
de bizcocho que se escurrían pared abajo: deconstrucción furibunda de una tarta
de aniversario.