La historia de Reina y Golfo es una verdadera e idílica
historia de amor sin barreras. Ella, una perrita de raza, mascota de una
familia adinerada, acostumbrada a vivir sin tener que ganarse la vida y con
comida fácil cada día en su plato sin tener que esforzarse demasiado (más allá
del sit y el plas). Él un perro callejero (probablemente sin pedigrí siquiera) que se alimenta de lo que otros desechan; sin
placa, sin chip, sin vacunas… pero también sin órdenes y sin fronteras para
vivir su libertad. ¿Puede el amor salvar tan grandes diferencias? La película
adaptada de Disney nos hace creer que sí, pero a mi juicio una relación así
distaría mucho de ser perfecta.
Es cierto que Reina aprendió de Golfo el verdadero sentido
de la libertad. Juntos vivieron aventuras y se lo pasaron en grande. Por lo
menos durante los dos primeros días. Porque la vida en la calle es dura, y
correteando no se pagan las facturas. La joven dama perruna sucumbe al amor y
se atreve a dejar su hogar para fugarse con su amante arriesgándolo todo, pero,
todo hay que decirlo, sin tampoco pensar demasiado en las consecuencias. Porque
a los dos días de vagabundear por las calles, las tripas suenan más que el
corazón, y el que antes parecía el perro de sus sueños, le llegará a parecer un
patán cochambroso sin rumbo, sin capacidad ni voluntad para ganarse la vida. Así
pues, las duras condiciones de la vida del sintecho acabarán por hacer que ella
se desencante y pierda cualquier interés que en su día pudiera haber tenido por
tal bohemio trotamundos.
Él, por su parte, tendrá ocasión de comprobar las necesidades de una vida en familia, que van más allá de hacerse con un mendrugo de pan al día a base de dar lástima en la puerta del restaurante de turno. Ambos se verán obligados a hacer frente a situaciones límite que, si bien refuerzan los lazos de la unión, poco incitan al idílico romance. La coqueta cachorrita de cavalier king charles, acabará por convertirse de este modo en una forzada buscadora de desechos, cazadora de alimañas, merodeadora de vertederos.
Él, por su parte, tendrá ocasión de comprobar las necesidades de una vida en familia, que van más allá de hacerse con un mendrugo de pan al día a base de dar lástima en la puerta del restaurante de turno. Ambos se verán obligados a hacer frente a situaciones límite que, si bien refuerzan los lazos de la unión, poco incitan al idílico romance. La coqueta cachorrita de cavalier king charles, acabará por convertirse de este modo en una forzada buscadora de desechos, cazadora de alimañas, merodeadora de vertederos.
No es de extrañar, pues, que tuvieran que conformarse con
los más desagradables manjares, obligados a ingerir desde un schnitzel de
ternera carbonizado, hasta lamer directamente del suelo las sucias sobras de
algún estofado; o a roer algún duro hueso del contenedor tratando de aprovechar
los más mínimos restos de carne cruda aún adheridos a él. Lo que nos lleva a la
más épica y falsamente idealizada escena de las películas Disney, que ha
conseguido hacer de los spaghetti con albóndigas un menú verdaderamente
afrodisíaco. Pero cuesta creer que el cocinero de un restaurante italiano
quisiera deshacerse de una generosa ración de pasta para dársela a una pareja
de chuchos, mientras les canta para armonizar la velada. Lo que en realidad
cenaron los famélicos Reina y Golfo aquella noche, fueron las sobras caducadas
en plena descomposición de lo que ellos creyeron reconocer como spaghetti con
albóndigas. Sin embargo, no todos los espaguetis eran de harina de trigo.
Algunos eran auténticos seres vivos que se retorcían entre la carne buscando,
como ellos, aprovechar los desperdicios para saciar su hambre. Los pobres no
podían ni mirar lo que estaban comiendo. En estas circunstancias se produjo,
sin ganas ni intención, el nauseabundo “beso”.